GEOGRAFÍA - PAÍSES: Estados Unidos de América - 6ª parte
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Geografía

PAÍSES

Estados Unidos de América - 6ª parte


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Historia: s. XX

letra capitular El desarrollo industrial norteamericano se puede dividir en tres etapas: la primera se concentró en la explotación de los recursos naturales, mejorando la producción de productos agroalimentarios y cultivos exportadores; la segunda fase fue la del desarrollo de la industria de bienes de equipo (extractiva, siderurgia), potenciada básicamente por el ferrocarril; y la tercera, que cubriría desde 1910 hasta hace muy pocos años, sería la del desarrollo de sectores nuevos (automóvil, electricidad, químicas, mecánica), que nutrirían al país de los productos del american way of life.

En la actualidad se empieza a vislumbrar una nueva fase donde se mezclan las nuevas tecnologías (electrónica, atómica, biotecnología) y nuevas necesidades de consumo, que parecen primar al sector servicios sobre la industria. El poder de los grandes capitanes de la industria o big bussines del siglo XIX era tal que imponían sus condiciones draconianas a los granjeros, a los obreros industriales e incluso al gobierno federal, sin ningún límite para la ley del más fuerte. Hasta Theodore Roosevelt (1901), curiosamente un republicano, ningún presidente manifestó alguna sensibilidad frente los excesos del ultraliberalismo.

Con Roosevelt, el poder federal empezó a recobrar cierto prestigio entre las masas gracias a su legislación anti-trusts y su intervención para poner fin a los abusos. Ese movimiento reformista fue continuado por el demócrata Woodrow Wilson (1913-1921), precursor de la Nueva Libertad; a partir de entonces se extendió el sufragio universal a la elección de senadores (17.ª enmienda), el voto a las mujeres (19.ª) y se creó un impuesto federal sobre los ingresos (16.ª). La legislación anti-trusts (concentración monopolística de empresas) se prosiguió con la Clayton Act. Ese intervencionismo estatal también se trasladó a la política exterior, una vez que la frontera había desaparecido gracias al ferrocarril. En su progreso, la industria norteamericana empezó a buscar proveedores de materias primas fuera de sus fronteras; además, en ciertos medios existía un sentimiento de frustración por no haber participado en la partición colonial del mundo, creándose una corriente imperialista. Sus primeras manifestaciones aparecieron con la Guerra Hispano-americana de 1898, por la cual E.U.A. se anexionó Cuba, Filipinas y Puerto Rico, y posteriormente en los manejos para controlar el canal de Panamá. La culminación de esa actividad exterior se alcanzó con la declaración de guerra a Alemania en 1917, como respuesta al torpedeo sistemático de la marina alemana a los mercantes de cualquier nacionalidad neutral.

La intención de E.U.A. era intervenir para defender la libertad de los neutrales en el mar y, de paso, favorecer a los aliados, pero sin comprometerse permanentemente con las potencias europeas. Así, terminada la guerra se impusieron los republicanos, partidarios de la vuelta a la «normalidad»: dedicarse a los negocios y olvidar la política exterior. Hasta el crack del 29 se desarrollaron unos años de ilusiones y de consumismo fácil. En el reverso de la moneda estaban el gansterismo (enriquecimiento incluso por encima de la ley) y la histeria antiextranjera, imponiendo por primera vez cuotas a la inmigración. La posición financiera internacional de E.U.A. había dado un vuelco a causa de la guerra: de país deudor había pasado a financiar la reconstrucción de Europa. Frente a las convulsiones del Viejo Continente, que concluyeron en la Segunda Guerra Mundial, los americanos se lanzaron en brazos de un sentimiento de «buena conciencia».

La prosperidad y la euforia acabaron repentinamente con el crack de la bolsa de valores de Wall Street en 1929 y la crisis económica de los años 30. Un país tan especulador ya había sufrido otras quiebras bursátiles, pero ninguna acompañada de los síntomas alarmantes de 1929: caída espectacular de la producción y los precios, y un índice de paro escalofriante (más de 1/4 de la población activa). La administración del presidente Herbert Clark Hoover se adhería a las teorías económicas clásicas según las cuales el mercado encontraría el equilibrio por sí mismo, y no se contemplaba la posibilidad de que el ahorro privado no se dedicase al consumo o a la inversión. No se comprendía, antes de los estudios de John Maynard Keynes, que la inversión no dependía tanto de los tipos de interés como de las expectativas de beneficio; la crisis de los 30 tuvo mucho de psicológica, derivándose de una espiral de pesimismo.

El inicio de la recesión era una sobreproducción relativa que el consumo no era capaz de absorber (aún no existía el marketing de nuestros días); la acumulación de stocks invendidos generó la desaceleración de la maquinaria productiva y el despido masivo de trabajadores, fenómeno inexplicable según las teorías económicas vigentes entonces, que derivó en el pánico financiero. La solución de las deficiencias coyunturales de la inversión privada y el consumo que propuso Keynes sería la inversión pública. Algo parecido intuyó el equipo del presidente demócrata Franklin Delano Roosevelt elegido en 1932; emprendió una política de dar confianza a los estadounidenses, combinando la terapia psicológica (sus «charlas junto a la chimenea» emitidas por radio), con medidas económicas de impulso al crecimiento: inversiones en trabajos públicos (financiadas con un déficit presupuestario sistemático), incremento del consumo por la vía de aumentar los salarios, créditos a las empresas y bancos, etc. El conjunto de medidas era incoherente e intuitivo, pero dio bastante buen resultado. Esa política, bautizada como New Deal, inauguraba la posibilidad hasta entonces no contemplada en E.U.A. de una intervención decisiva del gobierno federal en la economía y en la protección de las víctimas de las crisis económicas. De todos modos, los índices económicos sólo se recuperaron al nivel anterior a la crisis cuando la Segunda Guerra Mundial disparó las inversiones públicas en armamento, colocando definitivamente a Estados Unidos en su papel de superpotencia. Desde entonces ya no le ha sido posible mantenerse en su papel de neutralidad, convirtiéndose en líder del sistema occidental basado en la democracia y el capitalismo.

El hecho de ser el único país beligerante no sometido a destrucciones le dio una ventaja decisiva en la economía mundial, potenciada aún más por la fuga de cerebros durante la guerra desde Europa hacia E.U.A. Asimismo, la guerra sentenció la normalidad del intervencionismo federal y la dominación presidencial sobre el resto de las instituciones. El presidente Harry S. Truman enunció la nueva doctrina, en un doble plano: en el exterior, los Estados Unidos intervinieron económica o militarmente allá donde lo juzgaron necesario para salvaguardar sus intereses económicos o estratégicos; y en el interior, se pusieron los medios para garantizar la lealtad de todos los funcionarios públicos. Era el pistoletazo de salida a los mecanismos tenebrosos de la Guerra Fría y el maccarthismo, en medio de la histeria anticomunista.

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