ANATOMÍA HUMANA - FUNCIONES INMUNOLÓGICAS: Las defensas orgánicas - 2ª parte
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Anatomía humana

FUNCIONES INMUNOLÓGICAS

Las defensas orgánicas - 2ª parte


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Las defensas orgánicas internas

as defensas orgánicas internas están constituidas, básicamente, por el sistema defensivo celular, y los anticuerpos o sustancias defensivas que segregan las células de aquél, el llamado sistema defensivo humoral. Ambos, son sistemas ligados entre sí, ya que los anticuerpos localizados en la sangre son producidos por células.

Durante la gestación de un nuevo ser, en el tercer mes de embarazo, comienza a desarrollarse en el feto el sistema defensivo celular, que tiene una función inmunológica general; 6 meses después del nacimiento este sistema comienza a actuar controlando el sistema humoral.

Sistema defensivo celular

El sistema defensivo celular está constituido por la acción, normalmente fagocitaria, de una serie de células distintas: 1) sanguíneas, como los leucocitos neutrófilos o micrófagos, y los macrófagos monocitos; 2) los linfocitos del timo o linfocitos T; 3) los macrófagos del sistema reticulo endotelial (SRE).

En su mayoría, las células del sistema defensivo celular fagocitan (digieren) a los gérmenes patógenos y sus toxinas, sea internamente a nivel celular o externamente mediante la acción de determinadas enzimas, ejemplo de las hidrolasas y la lisozima que segregan los linfocitos del timo (linfocitos T). En el timo también se fabrican sustancias defensivas que contribuyen a potenciar la acción de los mecanismos inmunológicos y la digestión extracelular, como gluproteínas con propiedades de anticuerpo (inmunoglogulinas ig), proteínas plasmáticas y otras sustancias proteicas con acción antivírica como el interferón.

Los leucocitos neutrófilos (micrófilos) son las células defensivas más extendidas. Cuando se produce una infección acuden masivamente al punto en donde se localiza para digerir a los gérmenes patógenos, por ese motivo se produce el líquido espeso conocido como pus, indicativo de la presencia de microorganismos devorados por los leucocitos y también de algunos de éstos que han sucumbido en la lucha entre ambos. Cuando todos los gérmenes han sido fagocitados el pus es expulsado produciéndose la curación, en otro caso la infección puede llegar a propagarse por el organismo e incluso generalizarse. Los leucocitos pueden atravesar las paredes de los vasos sanguíneos en lo que se denomina diapédesis, con objeto de atacar los gérmenes patógenos en donde se han producido heridas o en los fluidos tisulares.


Ilustración del proceso de fagocitación de bacterias por un leucocito neutrófilo

En el sistema retículo endotelial (SRE) también existen células con capacidad de fagocitar los microorganismos; se encuentran en los ganglios linfáticos, bazo y médula ósea. En este sistema también actúan otras células endoteliales de determinados capilares sanguíneos, como las llamadas de Kupfer (hígado), las del lóbulo anterior de la hipófisis y glándulas suprarrenales,, las de los alvéolos pulmonares, y también los histiocitos del tejido conjuntivo laxo.

Cuando el cuerpo es invadido por un gran número de gérmenes patógenos, el sistema inmunológico se activa en varias etapas. En primer lugar actúan los fagocitos que se encuentran en la sangre y el fluido tisular; seguidamente actúan los linfocitos que se sitúan en los ganglios linfáticos; finalmente entran en función los anticuerpos para atacar los microorganismos y sus toxinas.

Sistema defensivo humoral

El sistema defensivo humoral basa su acción en los linfocitos B, también conocidos como linfocitos hemáticos, y en sus células plasmáticas responsables de fabricar los anticuerpos, unas sustancias que se generan en respuesta a una infección por gérmenes patógenos y las toxinas (antígenos) que éstos producen. Estas sustancias defensivas pueden ser consideradas como un antídoto contra el veneno que liberan esos microorganismos.


La defensa humoral se produce cuando un linfocito B reconoce un antígeno extraño, segregando las sustancias llamadas anticuerpos para destruirlo

El reconocimiento de los gérmenes patógenos por parte del organismo es posible porque producen sustancias químicamente diferentes a las del cuerpo humano. Al detectar la presencia y reconocer esas diferencias, las células especializadas que se sitúan en los ganglios linfáticos, médula ósea, hígado y bazo, comienzan a fabricar anticuerpos para destruir los antígenos. Los anticuerpos se generan en presencia de cualquier antígeno, aunque no sea un microorganismo dañino, y sólo los de carácter patógeno son susceptibles de producir infecciones. Por ejemplo, se considera un antígeno al polen o al polvo, que pueden causar determinadas alergias, y a pesar de que estimulan la producción de anticuerpos no tienen capacidad de producir infecciones.

Los anticuerpos son siempre específicos, es decir, un anticuerpo reconoce a un tipo concreto de antígeno e ignora otros. Por ejemplo, el anticuerpo que reconoce y ataca el antígeno del virus de la rubeola, no tiene efecto sobre el antígeno de otros organismos patógenos, como el del sarampión o la hepatitis. Al principio, cuando se produce una infección, el organismo fabrica anticuerpos en pequeña cantidad, y sólo cuando la enfermedad resiste varios días se incrementa sustancialmente esa producción. Muchos de esos anticuerpos pueden permanecer en la sangre durante años, e incluso toda la vida una vez ha cesado la infección, haciendo inmune al organismo frente a infecciones posteriores de los mismos microorganismos.

La inmunidad puede inducirse de forma activa, es decir, forzando al organismo a que fabrique los anticuerpos que atacan a determinado antígeno, lo cual se realiza mediante la administración de vacunas. También se puede adquirir la inmunidad mediante una inducción pasiva, en cuyo caso se administran sueros previamente fabricados por un animal, los cuales ya contienen los anticuerpos que estimularán las defensas contra los antígenos correspondientes.

Defensa ante las heridas

Cuando se produce una herida cutánea se suele manifestar una hemorragia, lo que implica una pérdida de sangre que arrastra consigo al exterior los microorganismos y otras sustancias extrañas que pudiesen haber penetrado en el interior. Tras un tiempo breve, una reacción química de la sangre tapona la herida mediante la formación de un coágulo, impidiendo así que la sangre siga fluyendo fuera del cuerpo. Este coágulo es además una barrera física para los gérmenes patógenos que pudieran estar a la espera de entrar en la herida, la cual se mantiene hasta que la piel se haya regenerado y cumpla su función normal de protección.

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